lunes, 18 de agosto de 2008

Por su propio peso

Elena era exageradamente gorda. Pesaba tanto como la vejez, como el algarrobo, como cien toallas empapadas en agua. Dormía llenando el ancho de la cama, y sus sueños, de tan grandes, eran ilusiones. Dos ojos redondos como ciruelas se perdían entre el pequeño espacio que quedaba disponible entre sus abultadas mejillas y la inmensidad de su frente. Al compás de su agigantada cadera, sus piernas rollizas se arrastraban con incomodidad, por una ciudad apenas amanecida. Su vestido floreado parecía un mantel de pic nic de primavera, y el lazo que pretendía ceñirse en la mitad de su figura sólo lograba acentuar su aspecto de mamushka rusa o de escultura de Botero. Cuando sonreía ante los ojos críticos del mundo, contrayendo los mofletes y mostrando los dientes, parecía un bulldog de exposición.

Elena caminó por Rivadavia, ondulando el aire y arremolinando las copas de los árboles a cada paso. Como todos los sábados, se sentó en la mesa del fondo de aquel bar, y en susurros, como avergonzada, le pidió al mozo un cortado y una porción de selva negra. La devoró en cinco bocados, y con el café ayudó a empujar la crema empalagosa que se había atorado en su garganta. Percibió la censura en la mirada del resto de los comensales, que sin disimulo contemplaban su rollizo abdomen y su descomunal trasero. Ella sabía que era gorda, enorme. Se dio cuenta el día en que vio las fotos de su cumpleaños número cuarenta. Había una en la que abrazaba a su esposo, y que le llamó la atención porque en lugar de un gesto de ternura parecía un intento de asfixia. Estrechaba el cuerpo de su marido al igual que un pulpo con cientos de tentáculos, entre los que asomaba la figura escuálida y desgarbada de Héctor. Junto a la delgadez de él, la gordura de Elena sobresalía notoriamente, y eso era lo único que la perturbaba hasta el desvelo. En el fondo de sus grandes entrañas, temía ser abandonada, que su marido se fuera con alguien a quien pudiera alzar o con quien pudiera dormir sin miedo a ser aplastado. En dos oportunidad es había intentado camuflar su obesidad. La primera, cuando probó disminuir su inflamada barriga conteniendo la respiración, pero tuvo que suspender el método al descubrir que le era imposible hablar sin expulsar el aire contenido. La segunda, cuando pensó que un cabello largo podría disimular su cuerpo y se colocó extensiones hasta parecerse a Rapunzel. Esta vez creyó tener el remedio indicado para combatir su gordura. Pagó la cuenta y salió del bar con una sola idea en su mente: continuar la tarea que había comenzado esa madrugada. Entró al almacén contiguo y compró los alimentos más calóricos que se exhibían en las góndolas. Llegó a su casa y luego de saludar a su marido con el brazo en alto, como quien avisa que se ahoga en medio de la corriente, se dispuso a hornear pan casero, y a freír milanesas. En una sartén aparte colocó una mezcla de harina y leche, y revoleó con maña los panqueques que luego untó con una exagerada capa de crema y espolvoreó con almendras. Cuando el menú, digno de asquear a cualquier mortal, estuvo listo, colocó la comida en una bandeja gigantesca y la sostuvo con firmeza en su trayecto hacia el comedor. Al llegar al centro del living se detuvo y se agachó para apoyarla sobre la alfombra, junto a la silla que ocupaba Héctor. No creyó conveniente desatarle las manos que con esmero había anudado por la espalda esa mañana, pero de un solo movimiento le arrancó el pañuelo con que lo había amordazado. Cortó la comida en pedazos, y pinchó una porción de carne y algunas papas fritas. Llevó el tenedor hasta la boca de su marido, y con una sonrisa digna de la Mona Lisa y su inmenso cuerpo hinchado de alegría, lo obligó a comer.

V.M.

1 comentario:

Agos dijo...

me gusta, mucho.
baci
A.